Al hombre que vivía en Pasco 22
Desde la mañana del Sábado el hedor llegaba a las casas lindantes, trepaba las paredes, golpeaba las ventanas, se escabullía por las hendijas.
La mañana del Sábado puso una incógnita irrevelable a ese olor putrefacto y los vecinos del fondo revisaron cada metro cuadrado de su terreno para encontrar una bestia muerta, pasaron cintas metálicas con anzuelos en las puntas por los caños del desagüe. Justo ahora que decidieron festejarle los quince a la Patri, otra encrucijada además del lavarropas que no funcionaba y el televisor con el tubo agotado.
Se hicieron las averiguaciones pertinentes golpeando puertas de casas vecinas, improvisando interrogatorios sin respuestas provechosas.
Los días pasaron inundados en un vaho apestoso, en una atmósfera de descomposición provocando en toda la manzana pérdida del apetito y vómitos compulsivos; las resacas de una inhalación profunda y desmesurada. Ya nadie era dueño de su respiración, los más susceptibles suspendieron el sentido del olfato. Eran pequeñas morgues construidas esporádicamente en las fosas nasales.
Pasco 22 y una historia suspendida en los finales resolutorios del destino.
Pasco 22 decía la chapa blanca con forma de óvalo en la pared cubierta de piedras Mar del Plata en el frente.
Pasco 22 bordado en el alma con los hilos del amor equivocado, un distintivo pinchado con alfiler en el pecho sangrante.
Abrí las ventanas para airear el ambiente y evitar el olor que se instalaba en las habitaciones, se desparramaba en la cocina, se arremolinaba en los pasillos.
Prendí sahumerios aromáticos de la India pero todos los olores se confundían y dejaba de ser mi casa para ser la sala de un servicio fúnebre.
Olvidar que compartimos una pared. Ahora las hormigas trepaban el muro y entonces llegaban a mi patio con las tráqueas conteniendo el aire para dejarlo libre ante mis narices.
Numerosa era la cantidad de hombres y mujeres que recurrían a tu puerta y la golpeaban hasta dejar sus nudillos colorados, tocaban el timbre hasta que los aullidos de los perros de la cuadra daban escalofríos.
También me acerqué a contemplar la casa, herméticamente cerrada, sin señales de vida; pero sentí tu oscura mirada desde adentro, presentí tu angustia tiñendo el cielo con nubes de gris plomo. Toqué dos horas seguidas a tu puerta de madera reluciente hasta ya ni sentir los nudillos. Lloré junto con el timbre tu nombre de amor distante casi juvenil.
El Martes nadie pasaba por tu vereda, el olor convivía en la incertidumbre de los días, hacía y deshacía las hebras delicadas de la nocturnidad, los telares imparables de la imaginación.
A las nueve de la noche concurrieron los bomberos, la policía y los vecinos. Una vez más no hubo respuestas a las incesantes llamadas. Tiraron la portada con la formalidad de un procedimiento rutinario. Preferí refugiarme en mi cocina, trabar todas las puertas, bajar abruptamente las persianas, hacer un silencio sepulcral con las retinas vacías de miradas objetivas. Me acomodé en la réproba sentencia que late al compás de un mutismo extremo.
Confinada a los fondos de esta laguna me suspendo en la inmovilidad del agua turbia con algas podridas flotando en la orilla.
Transeúnte distante del recuerdo in vitro, la televisión mostraba constante un vídeo con el tercer aniversario; mientras la cinta pasaba lentamente y ambos nos derretimos en un abrazo mortal pero sincero.
Parecíamos los últimos sobrevivientes de un naufragio singular, los únicos dos tripulantes de una nave norteamericana rumbo al espacio. Las moscas se apoyaban en la pantalla, los insectos sobrevolaban atraídos por los vientos que hamacaban las pestilencias en el péndulo de una noche calurosa. Los jardines se hicieron inhabitables, se habían transformado en selvas amazónicas con una fauna peligrosa.
Negando un final tan despiadado, salí a la calle, el barrio dormía en un anquilosamiento provocado, frenéticamente buscado por sus manos que no dejaron de llamar, por sus voces que no cesaron de preguntarse.
Las copas frondosas de los árboles se mecían de un lado a otro, los papeles giraban mareados en las veredas, el tufo desaparecía lentamente, y todo; por las extrañas consecuencias del viento que limpiaba, aliviaba, desprotegía.
En la mañana una brisa fresca corría por la cuadra. Ya nadie quedaba, los vecinos parecían llevar un silencio póstumo. Salí a la calle encandilada por el sol, recortada del espacio, sobrepuesta en un escenario con un mutis insistiendo en el libreto hasta llegar a hacer el ridículo, hasta caer en la pesadumbre de no saber, de no sentir... si llorar o dormir en la inconsciencia de un desmayo. Totalmente desorientada girando sobre el mismo punto una y otra vez vi claramente tu jardín de musgos y orquídeas milenarias sobreviviendo a la humedad sombría de un rincón abandonado a las exigencias de la intemperie.
Tu casa abierta, despojada. Tu casa de portarretratos con seres del pasado. Tanta ofrenda, tan descabelladamente confortable entre gatos de córneas azules y habitaciones eternamente ordenadas con muñecas de plástico y ojos de vidrio sobre las camas estiradas. En esa sensación de revivir el pasado, de recorrer la casa una vez más, pude sin siquiera cerrar los ojos contagiarme por un segundo de la nostalgia de tu alma y el armario abierto vacío de trajes anticuados y las carpetas tejidas de tu madre descansando sobre las mesas.
La vecina de enfrente, Blanca, se acercó lentamente y contó la historia que jamás esperaba haber oído. Explicó con la tragedia de un dramaturgo griego que se suicidó colgándose de un cable en la cocina, que tiró todos los documentos y papeles que estaban guardados en la casa -recordé que frecuentemente lo vi sacar grandes bolsas de residuos- entonces se deshizo de la ropa, limpió la casa, la dejó como un espejo, ordenó detallista cada objeto en el lugar indicado. Tapó todas las rendijas con trapos, selló las puertas y las ventanas con cintas adhesivas y papeles, bajó las persianas por completo dejando sobre la mesa de la cocina un juego de llaves y veinte pesos -varias noches de invierno me contaste que querías vivir tu muerte en una bóveda hasta desaparecer- parece que tenía como cinco días cuando entró aquella noche del Sábado la policía y no lo querían tocar hasta que uno de ellos lo puso en el asiento de atrás del auto envuelto con una bolsa de plástico. Pero al muchacho del fondo le costó reconocerlo en la morgue porque el estado de putrefacción estaba muy avanzado -vino a mi mente un sueño donde los gusanos provenían de la pared de al lado y trepaban a la cama y succionaban de mi cuerpo. -Aparentemente estaba peleado con su hermana y después de la muerte de la madre parecía extraño, yo diría que era un ermitaño, un depresivo, un sicótico.
Blanca terminó de desahogarse, hizo un ademán de cansancio y volvió a su casa, parecía estar indignada. Sentí tanta compasión, desbordaba de lástima, no podía caminar del inmenso amor que me paralizaba hasta el último nervio, no podía juzgar, ni emitir discursos, mucho menos críticas al respecto.
A lo mejor devoraría la casa sepulcral con la mirada. Quizás habían transcurrido ya la hora del almuerzo y la merienda también. Tal vez el tiempo se detenga en situaciones que uno no sabe cuál es la diferencia entre seguir respirando o cerrar los pulmones.
Pasco 22 en tu suerte alternativa como una lotería donde el premio es perder pero quizás no tanto. Y después el veintidós jugando en tu vida más que un papel numérico.
Pasco 22 excesiva humedad, paredes despintadas, monotonía, desencanto, túneles superfluos de la novela cotidiana.
Pasco 22 ostentaba la fachada y la vida se te iba a torrentes por la parte de atrás.
Sacaron tu cuerpo que ya no formaba un entero, vestido con la túnica de los muertos imperdonables; una bolsa negra de polietileno. Imaginé los rostros de los otros hombres, sudorosos, amarillentos con olor a tabaco invadiendo la paranoia vecinal mientras los más chicos paraban con sus bicicletas y las uñas sucias de barro y las caras con risas nerviosas atando los detalles con alambre de acero a las memorias impúdicas.
Una dirección albergando los resquicios de un amor equidistante, Pasco 22 atravesando las consecuencias de los errores irremediables, las cargas del designio humano.
Pasco 22, el cielo estaba oscuro, prometía una tormenta.
Pasco 22 repetían al unísono los vecinos con tonos graves y la ciudad en forma de coro agudizando sus voces inquietantes.
Pasco 22, en la tarde llovía, cavé en tu jardín con la furia de una fiera, hasta tragar el barro de aquel lodazal y encontrar tu secreto en una bolsa de frezeer.Pasco 22 y la realidad para los que quedan, había veinte mil pesos que ya no me conformaban.
La mañana del Sábado puso una incógnita irrevelable a ese olor putrefacto y los vecinos del fondo revisaron cada metro cuadrado de su terreno para encontrar una bestia muerta, pasaron cintas metálicas con anzuelos en las puntas por los caños del desagüe. Justo ahora que decidieron festejarle los quince a la Patri, otra encrucijada además del lavarropas que no funcionaba y el televisor con el tubo agotado.
Se hicieron las averiguaciones pertinentes golpeando puertas de casas vecinas, improvisando interrogatorios sin respuestas provechosas.
Los días pasaron inundados en un vaho apestoso, en una atmósfera de descomposición provocando en toda la manzana pérdida del apetito y vómitos compulsivos; las resacas de una inhalación profunda y desmesurada. Ya nadie era dueño de su respiración, los más susceptibles suspendieron el sentido del olfato. Eran pequeñas morgues construidas esporádicamente en las fosas nasales.
Pasco 22 y una historia suspendida en los finales resolutorios del destino.
Pasco 22 decía la chapa blanca con forma de óvalo en la pared cubierta de piedras Mar del Plata en el frente.
Pasco 22 bordado en el alma con los hilos del amor equivocado, un distintivo pinchado con alfiler en el pecho sangrante.
Abrí las ventanas para airear el ambiente y evitar el olor que se instalaba en las habitaciones, se desparramaba en la cocina, se arremolinaba en los pasillos.
Prendí sahumerios aromáticos de la India pero todos los olores se confundían y dejaba de ser mi casa para ser la sala de un servicio fúnebre.
Olvidar que compartimos una pared. Ahora las hormigas trepaban el muro y entonces llegaban a mi patio con las tráqueas conteniendo el aire para dejarlo libre ante mis narices.
Numerosa era la cantidad de hombres y mujeres que recurrían a tu puerta y la golpeaban hasta dejar sus nudillos colorados, tocaban el timbre hasta que los aullidos de los perros de la cuadra daban escalofríos.
También me acerqué a contemplar la casa, herméticamente cerrada, sin señales de vida; pero sentí tu oscura mirada desde adentro, presentí tu angustia tiñendo el cielo con nubes de gris plomo. Toqué dos horas seguidas a tu puerta de madera reluciente hasta ya ni sentir los nudillos. Lloré junto con el timbre tu nombre de amor distante casi juvenil.
El Martes nadie pasaba por tu vereda, el olor convivía en la incertidumbre de los días, hacía y deshacía las hebras delicadas de la nocturnidad, los telares imparables de la imaginación.
A las nueve de la noche concurrieron los bomberos, la policía y los vecinos. Una vez más no hubo respuestas a las incesantes llamadas. Tiraron la portada con la formalidad de un procedimiento rutinario. Preferí refugiarme en mi cocina, trabar todas las puertas, bajar abruptamente las persianas, hacer un silencio sepulcral con las retinas vacías de miradas objetivas. Me acomodé en la réproba sentencia que late al compás de un mutismo extremo.
Confinada a los fondos de esta laguna me suspendo en la inmovilidad del agua turbia con algas podridas flotando en la orilla.
Transeúnte distante del recuerdo in vitro, la televisión mostraba constante un vídeo con el tercer aniversario; mientras la cinta pasaba lentamente y ambos nos derretimos en un abrazo mortal pero sincero.
Parecíamos los últimos sobrevivientes de un naufragio singular, los únicos dos tripulantes de una nave norteamericana rumbo al espacio. Las moscas se apoyaban en la pantalla, los insectos sobrevolaban atraídos por los vientos que hamacaban las pestilencias en el péndulo de una noche calurosa. Los jardines se hicieron inhabitables, se habían transformado en selvas amazónicas con una fauna peligrosa.
Negando un final tan despiadado, salí a la calle, el barrio dormía en un anquilosamiento provocado, frenéticamente buscado por sus manos que no dejaron de llamar, por sus voces que no cesaron de preguntarse.
Las copas frondosas de los árboles se mecían de un lado a otro, los papeles giraban mareados en las veredas, el tufo desaparecía lentamente, y todo; por las extrañas consecuencias del viento que limpiaba, aliviaba, desprotegía.
En la mañana una brisa fresca corría por la cuadra. Ya nadie quedaba, los vecinos parecían llevar un silencio póstumo. Salí a la calle encandilada por el sol, recortada del espacio, sobrepuesta en un escenario con un mutis insistiendo en el libreto hasta llegar a hacer el ridículo, hasta caer en la pesadumbre de no saber, de no sentir... si llorar o dormir en la inconsciencia de un desmayo. Totalmente desorientada girando sobre el mismo punto una y otra vez vi claramente tu jardín de musgos y orquídeas milenarias sobreviviendo a la humedad sombría de un rincón abandonado a las exigencias de la intemperie.
Tu casa abierta, despojada. Tu casa de portarretratos con seres del pasado. Tanta ofrenda, tan descabelladamente confortable entre gatos de córneas azules y habitaciones eternamente ordenadas con muñecas de plástico y ojos de vidrio sobre las camas estiradas. En esa sensación de revivir el pasado, de recorrer la casa una vez más, pude sin siquiera cerrar los ojos contagiarme por un segundo de la nostalgia de tu alma y el armario abierto vacío de trajes anticuados y las carpetas tejidas de tu madre descansando sobre las mesas.
La vecina de enfrente, Blanca, se acercó lentamente y contó la historia que jamás esperaba haber oído. Explicó con la tragedia de un dramaturgo griego que se suicidó colgándose de un cable en la cocina, que tiró todos los documentos y papeles que estaban guardados en la casa -recordé que frecuentemente lo vi sacar grandes bolsas de residuos- entonces se deshizo de la ropa, limpió la casa, la dejó como un espejo, ordenó detallista cada objeto en el lugar indicado. Tapó todas las rendijas con trapos, selló las puertas y las ventanas con cintas adhesivas y papeles, bajó las persianas por completo dejando sobre la mesa de la cocina un juego de llaves y veinte pesos -varias noches de invierno me contaste que querías vivir tu muerte en una bóveda hasta desaparecer- parece que tenía como cinco días cuando entró aquella noche del Sábado la policía y no lo querían tocar hasta que uno de ellos lo puso en el asiento de atrás del auto envuelto con una bolsa de plástico. Pero al muchacho del fondo le costó reconocerlo en la morgue porque el estado de putrefacción estaba muy avanzado -vino a mi mente un sueño donde los gusanos provenían de la pared de al lado y trepaban a la cama y succionaban de mi cuerpo. -Aparentemente estaba peleado con su hermana y después de la muerte de la madre parecía extraño, yo diría que era un ermitaño, un depresivo, un sicótico.
Blanca terminó de desahogarse, hizo un ademán de cansancio y volvió a su casa, parecía estar indignada. Sentí tanta compasión, desbordaba de lástima, no podía caminar del inmenso amor que me paralizaba hasta el último nervio, no podía juzgar, ni emitir discursos, mucho menos críticas al respecto.
A lo mejor devoraría la casa sepulcral con la mirada. Quizás habían transcurrido ya la hora del almuerzo y la merienda también. Tal vez el tiempo se detenga en situaciones que uno no sabe cuál es la diferencia entre seguir respirando o cerrar los pulmones.
Pasco 22 en tu suerte alternativa como una lotería donde el premio es perder pero quizás no tanto. Y después el veintidós jugando en tu vida más que un papel numérico.
Pasco 22 excesiva humedad, paredes despintadas, monotonía, desencanto, túneles superfluos de la novela cotidiana.
Pasco 22 ostentaba la fachada y la vida se te iba a torrentes por la parte de atrás.
Sacaron tu cuerpo que ya no formaba un entero, vestido con la túnica de los muertos imperdonables; una bolsa negra de polietileno. Imaginé los rostros de los otros hombres, sudorosos, amarillentos con olor a tabaco invadiendo la paranoia vecinal mientras los más chicos paraban con sus bicicletas y las uñas sucias de barro y las caras con risas nerviosas atando los detalles con alambre de acero a las memorias impúdicas.
Una dirección albergando los resquicios de un amor equidistante, Pasco 22 atravesando las consecuencias de los errores irremediables, las cargas del designio humano.
Pasco 22, el cielo estaba oscuro, prometía una tormenta.
Pasco 22 repetían al unísono los vecinos con tonos graves y la ciudad en forma de coro agudizando sus voces inquietantes.
Pasco 22, en la tarde llovía, cavé en tu jardín con la furia de una fiera, hasta tragar el barro de aquel lodazal y encontrar tu secreto en una bolsa de frezeer.Pasco 22 y la realidad para los que quedan, había veinte mil pesos que ya no me conformaban.