Cuando Abuela piensa en la muerte, se cubre con esos saquitos tejidos a mano, fueron sus propias manos las que hilaron las hebras de aquella lana perfumada.
Abuela se deja abrazar por el sol cálido en las tardecitas de invierno. Yo paso, para ella distante, y veo en sus ojos el trabajo de añorar el pasado, descubro seres deambulando que le reprochan y la recuerdan.
Despliega en el silencio de los días sobre el patio con baldosas blancas y negras como un tablero solemne de ajedrez el juego de la ancianidad. Y se perpetua en su sillón imperial frente al cristal de la ventana donde la maldición del almanaque cae sobre el pecho fatigado.
Con el mate caliente entre las manos, sus dedos se dibujan como ramas de árboles centenarios.
Ella no conoce de la poesía, ni de la pintura sólo lo tangible de su cocina, de su casa. Abuela acaricia la áspera superficie del dolor.
Por eso digo que cuando Abuela mira para los costados como si tuviera tortícolis en el cuello yo sé que busca a alguien que no está; pispea las dimensiones de otro mundo.
No resistió el papel de dramatizar constantemente los avatares de la vida contemporánea, no comprendió la muerte de personas circundantes. Abuela encuentra cierto sabor agradable desparramando los ademanes del dolor, el lamento de los monstruos que emergen del lago de los vencidos.
Cuando despierta y siente que está viva, se sumerge en la quietud de la mañana, quizás porque desconoce la eternidad de la noche y piensa en las aves que vuelan de sus nidos, atrapa los rayos del sol matinal, pretende aromas de sus flores cuidadosamente plantadas, bañadas con gotas opalinas del rocío en el amanecer.
Después, cuando la tarde entra a la casa, ella no encuentra palabras para explicar la niebla que la envuelve y se da por vencida al caer la noche. Abuela le teme a la oscuridad. Entonces impregna esos labios temblorosos en la sopa caliente de ayer y de hoy, mientras el vapor humeante le ciega las pupilas, y casi ni me ve, casi ni me oye.
Estos pasos tan tremendamente míos, que aprenden de memoria los pasadizos del laberinto nocturno, no fueron percibidos por sus sentidos. Quieta, tratando de no respirar, a su lado permanezco, cuando la noche llega y nos envuelva a las dos.
Abuela luce el saquito de la muerte, ella era reina en todo este imperio, mi mano sobre su frente, para sentir la quietud de su cuerpo.
Abuela partió distante como barco que parece arribar pero sigue de largo hacia el resto del horizonte, de donde llegó cuando era niña; dicen.
Abuela se deja abrazar por el sol cálido en las tardecitas de invierno. Yo paso, para ella distante, y veo en sus ojos el trabajo de añorar el pasado, descubro seres deambulando que le reprochan y la recuerdan.
Despliega en el silencio de los días sobre el patio con baldosas blancas y negras como un tablero solemne de ajedrez el juego de la ancianidad. Y se perpetua en su sillón imperial frente al cristal de la ventana donde la maldición del almanaque cae sobre el pecho fatigado.
Con el mate caliente entre las manos, sus dedos se dibujan como ramas de árboles centenarios.
Ella no conoce de la poesía, ni de la pintura sólo lo tangible de su cocina, de su casa. Abuela acaricia la áspera superficie del dolor.
Por eso digo que cuando Abuela mira para los costados como si tuviera tortícolis en el cuello yo sé que busca a alguien que no está; pispea las dimensiones de otro mundo.
No resistió el papel de dramatizar constantemente los avatares de la vida contemporánea, no comprendió la muerte de personas circundantes. Abuela encuentra cierto sabor agradable desparramando los ademanes del dolor, el lamento de los monstruos que emergen del lago de los vencidos.
Cuando despierta y siente que está viva, se sumerge en la quietud de la mañana, quizás porque desconoce la eternidad de la noche y piensa en las aves que vuelan de sus nidos, atrapa los rayos del sol matinal, pretende aromas de sus flores cuidadosamente plantadas, bañadas con gotas opalinas del rocío en el amanecer.
Después, cuando la tarde entra a la casa, ella no encuentra palabras para explicar la niebla que la envuelve y se da por vencida al caer la noche. Abuela le teme a la oscuridad. Entonces impregna esos labios temblorosos en la sopa caliente de ayer y de hoy, mientras el vapor humeante le ciega las pupilas, y casi ni me ve, casi ni me oye.
Estos pasos tan tremendamente míos, que aprenden de memoria los pasadizos del laberinto nocturno, no fueron percibidos por sus sentidos. Quieta, tratando de no respirar, a su lado permanezco, cuando la noche llega y nos envuelva a las dos.
Abuela luce el saquito de la muerte, ella era reina en todo este imperio, mi mano sobre su frente, para sentir la quietud de su cuerpo.
Abuela partió distante como barco que parece arribar pero sigue de largo hacia el resto del horizonte, de donde llegó cuando era niña; dicen.