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La silla de Raymond Mc Shane |
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LA SILLA DE RAYMOND MC SHANE
A Celeste y Sergio (mis bisabuelos)
Los vientos del Sur oscurecían la noche. Se dibujaban siluetas de excesivo tamaño. Los vecinos saquearon la casa sin piedad, sin sosiego.
Años después encontré la vitrola del abuelo en el departamento de Anita, la polaca de la esquina.
Casi siempre hay presentimientos sobre las cosas perdidas, pero las pistas concretas son más fuertes y todo queda en el olvido.
Mucho después, dos días antes de cumplir los sesenta, seducida por la brisa del otoño, acogida por los brazos que desean reencontrar el pasado, esperaba inmóvil el tren en la estación de Villa Luro con un nieto sosteniendo mi mano que caía fusiforme al costado del cuerpo.
Y esforzando la vista comprendí que el guarda que casi no podía mantenerse en pie dormitaba amodorrado sobre la silla familiar. El o algún otro se había llevado un souvenir de la casa, en este caso, la silla inglesa de mi bisabuelo, quien había dejado de pertenecer a este mundo sentado plácidamente cantando el estertor propio de los moribundos.
Era una curiosidad que según se contaba había pertenecido a Raymond Mc Shane, un agente de Scotland Yard que salvó la vida de mi bisabuelo cuando calló en manos de la Gestapo una noche endemoniada y fría en la ciudad de Munich.
Mc Shane fue condecorado como un héroe por la comunidad judía y asesinado diez años más tarde por una prostituta en su departamento de Bridlington, Inglaterra.
Mientras tanto la silla se balanceaba de un lado a otro soportando a duras penas el peso de aquel viejo abandonado en una espera tan despiadada. Pero ella permanecía erguida en su nobleza ancestral, arrinconada entre paredes despintadas, sedienta la madera de un barniz dulce y espeso como la miel, astillada por el sol del verano, húmeda por las lluvias de la primavera.
Su sombra era como ciudades enteras, con calles angostas y grandes castillos medievales, en el silencio de la tarde desde la boletería se escuchaban los zumbidos ambiguos de esos largos siglos de historia.
Vinieron los impulsos ineludibles de lanzarme sobre aquel hombre y empujarlo al suelo, hacerlo rodar hasta las vías, entonces fuera de mí o dentro tal vez, rescatar la silla, envolverla en los brazos y preguntarle si fue feliz todo este tiempo porque yo si lo había sido y la culpa es un sombrero demasiado pesado. Pero nada de eso sucedería. Hay tanta obsecuencia para soportar.
Cerré los ojos para negar la imagen que esporádicamente se armaba violentada por el agotamiento en la paradoja de un estafermo, entonces los dragones enmarañados con delgadas doncellas se desprendían de las patas destartaladas para trepar el cuerpo del viejo y escabullirse dentro de su ropa.
El viejo se despertó sobresaltado, clavó su mirada nubosa de ojos pequeños en mis pupilas contraídas por la claridad del día. Recorrió toda la estación como buscando a alguien, haciendo una visera con la mano, pero en la inmensidad de su mirada se reflejaban las grandes y devastadoras distancias de un desierto.
Contempló al niño que contenía la inexactitud de mi mano entre sus manitas pequeñas y algodonosas hasta dejar caer la cabeza en busca de una siesta interminable.
La silla lo sostenía haciéndolo rey en un trono de mediocres, amarrándolo al éxito de su profesión; la inercia.
Sin siquiera parpadear, deslumbrada ante la posibilidad de invocaciones tan perfectas, vi claramente mi cuerpo sobre aquella silla en su época de esplendor junto a la mesa reluciente en el comedor de techos altos, atiborrados por los clásicos insectos que cría el olvido, pero podía oler el aroma de los pisos encerados, percibir la quietud de la vejez, la sabiduría que desprendían los perfumes de los jazmines.
Y la silla, y yo, y el pasado.
Estiré los brazos sobre la mesa apoyando desprejuiciada e infantil la cabeza para sentir la frescura de la superficie, para recuperar las cenas gloriosas del futuro que en la certidumbre se esperaron, a priori se devoraron con el hambre furiosa de lo inalcanzable, con el sueño intestado de los ausentes y los labios temblorosos condominios del secreto.
La silla con el terciopelo reluciente jugaba en la sala un solitario entre tantas sillas diferentes. No era un aposento de la realeza era un sitio de descanso para los inescrupulosos caminantes de un páramo común.
Recordé dónde estaba, mi nieto ya se colgaba del brazo, lloriqueaba porque hacia cinco minutos que lo estaba ignorando por completo y tenía razón.
Volví a la silla de Raymond Mc Shane, aunque con intención de abandonar esta situación insólita, me pregunté por qué regalarle ese objeto insignificante a mi bisabuelo, por qué a lo largo de mi vida reconstruí tramo a tramo en las infinitas leguas de lo prohibido aquella noche en Munich.
Sobre el antiguo tualet aún cubierto de misales y perfumes la foto blanca y negra en un portarretratos de plata ostenta a mis bisabuelos con la pompa de la época; ella sentada en la silla, tristemente complacida, joven pero cansada y sus manos que eran para mi tan hermosas tan diminutas se cubrían por la seda blanca, él apoyando sus manos morenas sobre el respaldo y los ojos negros parecían excesivamente abiertos.
Deseaba aferrar mis manos a la madera añeja, acariciar el terciopelo totalmente desgastado, cerrar los ojos, sentir el aire pasando por los pulmones, tratar de controlar los influjos del pasado que marean tal cual mares de inmensidad azul.
Villa Luro es sin dudas una estación de nostalgias, sepultada por las amplias y lóbregas sombras del autopista y pareciera que de esas sombras emergieran los misteriosos rostros del pasado. Si uno enmudece en la medianoche se los puede escuchar cuando llaman y sollozan como si escaparan de esas fotos corroídas con bordes barrocos para sumergirse en la laguna espejada del silencio.
El tren pasó veloz dejando una ráfaga de viento con olor extraño.
El viejo en el andén de enfrente dormía pero ya el sueño espeluznante de la muerte.
Intenté correr la vista; distraerme con el perro que pasaba, o una revista del puesto de diarios pero era demasiado tarde. La silla se desvencijó por completo, patas y respaldo se desmembraron, entonces el pesado cuerpo de aquel hombre que parecía estar vivo cuando estaba muerto, miraba con ansiedad y fulgor, arqueaba los labios como si pretendiera esbozar cierto diálogo; conoció la felicidad por primera vez.
Se habían desplomado la silla y él, se deshicieron fracturados por la agonía, eran piezas incongruentes de un rompecabezas sin sentido, al mismo tiempo troncharon los huesos apolillados del viejo y las patas cansadas de ella.
Descubrí que ambos respiraban metafóricamente el polvo del suelo rústico y gris... pero alguien desde abajo estaba tironeándome del brazo, aferrándose a mi mano, seguramente alguien que se proponía hacer que mi cuerpo continuara erguido sobre esta tierra, alguien que entendía perfectamente lo que estaba ocurriendo.
Un tren se detuvo en el andén, me perdí parte de lo que sucedía, desesperé, intenté atravesar con la mirada el interior del vagón, juntar la abertura de una ventanilla con la otra sorteando los telúricos pasajeros con bolsos multicolores y mochilas de campamento.El tren arrancó dejando una larga estela de viento, con papeles y hojarasca danzando solitarios. En el otro andén ya nada respiraba, no había huellas de historia alguna. Más allá, justo detrás del alambrado, saltaban las chispas de un tambor en llamas, alimentada la usual hoguera por los restos de la silla, la flama donde se consumen los hechos rodeados por la cinta negra de lo inexplicable. |
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PALABRAS QUE MATAN |
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Ahora que siento que el lenguaje me ha despojado, me ha quitado a mí misma, puedo volver al comienzo, al principio de todo, entonces te hablaré de la carta que escribo; de las comas que estorban y suplantan el quiebre, de las máscaras de los infinitivos, del vértigo de un punto, de esas suaves sombras sordas de los adjetivos, de la condena que propone el sustantivo.
v. z.
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