El diálogo de los muertos es la pregunta que nos hacemos repetidas veces. A lo mejor sus palabras no son palabras sino alientos o suspiros. Pero que irónica soy! Una vez toqué la mano de un muerto y me contagié la muerte. Claro que no existe cura ni remedio.
Sufrir de muerte crónica es algo así como, y no se lo imaginen, despegar en un globo de gas mirando siempre hacia el suelo.
Los síntomas de esta enfermedad se reconocen a simple vista; sed desmesurada, frío permanente, caída del cabello, palidez extrema, deseos de no hablar y quizás el síntoma más significativo que son los suicidios diminutos que se practican diariamente como ceremonias secretas, las cuales el enfermo nunca admite ni toma participación en forma consciente de ellas.
En mi casa está prohibido tocar las manos del difunto, aunque se trate de un ser muy querido, uno nunca sabe pero hay personas más predispuestas al contagio. Científicamente está comprobado que los bacilos eligen al huésped. En mi caso no creo que hayan seleccionado con mucha precisión, más bien pienso que fue un error, una terrible equivocación, porque aquella tarde pasé por el velorio como tantos otros curiosos que deambulan por ahí, me acerqué a contemplar al muerto, piensen en la indignación del muerto al ver una extraña observándolo como una pieza de museo.
Ahora; lo que se siente en este tipo de primera experiencia son unas ganas desesperadas de no morir jamás, se siente una corriente desmesurada de calor invadiendo el cuerpo. Sentí el impulso de llorar, la tristeza es tan contagiosa como la risa. Pero yo me contagié la muerte, ¿por qué nadie me advirtió? ¿Estarán enterados de esta clase de peligro? ¿Es necesario correr tantos riesgos con esta patología oculta e indefinida?
Entonces pegada al ataúd toqué la mano rígida del pobre hombre, pero para mi, que él me vio, no sé, él supo de alguna manera aunque sus ojos estaban muy bien cerrados.
Y quedé al instante contagiada, por unos años, sólo fui portadora, pero después la enfermedad despertó y ahora soy enferma declarada.
Aquel muerto ya será cenizas, pero cómo me jodió la vida.
Me obsesiona el lenguaje de los muertos, quizás no hablan, sólo disfrutan los síntomas de la muerte en su plenitud. No quiero ser sádica pero a lo mejor para ese muerto era un regalo supremo que me hacía y yo como una tonta siempre pensando que ese fantasma me hablaba en inglés; buscaba la semejanza con algún pariente sepultado, con antepasados familiares de una bóveda en común.
Para sufrir de muerte crónica, llegué a pensar, que hay que estar bien muerto, pero alguna vez hubo nacimiento, bautismo y momento feliz.
Cómo se burlaron los médicos que buscaban respuestas científicas al respecto, sintieron el propio desprecio de lo antagónico... era evidente que lo mejor es preparar un adiós saludable, la tierna despedida.
Al sufrir de muerte crónica los vivos se alejan, aunque no sepan por qué lo hacen y entonces uno va quedando solo. Los vivos cubren las metamorfosis de esta enfermedad, la niegan por completo de esta manera el enfermo se siente discriminado, a veces incomprendido, por eso lo más normal es que la persona que padece esta enfermedad vaya paulatinamente auto-marginándose del resto.
Cuando sufro los ataques de muertitis aguda, que generalmente, tienden a intensificarse en otoño e invierno y más aún por las noches, trato de imaginar que mañana hay una fiesta, que hay un vaso lleno de vino esperando cerca de mi mano, juego a las oportunidades que van y vienen, a los relojes detenidos en la profecía de la nada. Pero lo principal, y esto sí pueden imaginarlo, es cuando cierro los ojos, estiro los brazos, me tiendo en el suelo, dejo que la energía de la tierra pase a mi cuerpo, me dibujo intergaláctica y pienso que soy inmortal.
Sufrir de muerte crónica es algo así como, y no se lo imaginen, despegar en un globo de gas mirando siempre hacia el suelo.
Los síntomas de esta enfermedad se reconocen a simple vista; sed desmesurada, frío permanente, caída del cabello, palidez extrema, deseos de no hablar y quizás el síntoma más significativo que son los suicidios diminutos que se practican diariamente como ceremonias secretas, las cuales el enfermo nunca admite ni toma participación en forma consciente de ellas.
En mi casa está prohibido tocar las manos del difunto, aunque se trate de un ser muy querido, uno nunca sabe pero hay personas más predispuestas al contagio. Científicamente está comprobado que los bacilos eligen al huésped. En mi caso no creo que hayan seleccionado con mucha precisión, más bien pienso que fue un error, una terrible equivocación, porque aquella tarde pasé por el velorio como tantos otros curiosos que deambulan por ahí, me acerqué a contemplar al muerto, piensen en la indignación del muerto al ver una extraña observándolo como una pieza de museo.
Ahora; lo que se siente en este tipo de primera experiencia son unas ganas desesperadas de no morir jamás, se siente una corriente desmesurada de calor invadiendo el cuerpo. Sentí el impulso de llorar, la tristeza es tan contagiosa como la risa. Pero yo me contagié la muerte, ¿por qué nadie me advirtió? ¿Estarán enterados de esta clase de peligro? ¿Es necesario correr tantos riesgos con esta patología oculta e indefinida?
Entonces pegada al ataúd toqué la mano rígida del pobre hombre, pero para mi, que él me vio, no sé, él supo de alguna manera aunque sus ojos estaban muy bien cerrados.
Y quedé al instante contagiada, por unos años, sólo fui portadora, pero después la enfermedad despertó y ahora soy enferma declarada.
Aquel muerto ya será cenizas, pero cómo me jodió la vida.
Me obsesiona el lenguaje de los muertos, quizás no hablan, sólo disfrutan los síntomas de la muerte en su plenitud. No quiero ser sádica pero a lo mejor para ese muerto era un regalo supremo que me hacía y yo como una tonta siempre pensando que ese fantasma me hablaba en inglés; buscaba la semejanza con algún pariente sepultado, con antepasados familiares de una bóveda en común.
Para sufrir de muerte crónica, llegué a pensar, que hay que estar bien muerto, pero alguna vez hubo nacimiento, bautismo y momento feliz.
Cómo se burlaron los médicos que buscaban respuestas científicas al respecto, sintieron el propio desprecio de lo antagónico... era evidente que lo mejor es preparar un adiós saludable, la tierna despedida.
Al sufrir de muerte crónica los vivos se alejan, aunque no sepan por qué lo hacen y entonces uno va quedando solo. Los vivos cubren las metamorfosis de esta enfermedad, la niegan por completo de esta manera el enfermo se siente discriminado, a veces incomprendido, por eso lo más normal es que la persona que padece esta enfermedad vaya paulatinamente auto-marginándose del resto.
Cuando sufro los ataques de muertitis aguda, que generalmente, tienden a intensificarse en otoño e invierno y más aún por las noches, trato de imaginar que mañana hay una fiesta, que hay un vaso lleno de vino esperando cerca de mi mano, juego a las oportunidades que van y vienen, a los relojes detenidos en la profecía de la nada. Pero lo principal, y esto sí pueden imaginarlo, es cuando cierro los ojos, estiro los brazos, me tiendo en el suelo, dejo que la energía de la tierra pase a mi cuerpo, me dibujo intergaláctica y pienso que soy inmortal.